La andadura del régimen
constitucional de 1845 se inició tras una de las épocas más difíciles de la
historia de España: desde la Guerra de la Independencia, la impronta que dejó
el régimen gaditano había provocado reacciones de todo tipo, tanto absolutistas
como liberales, que contribuyeron a crear un clima de anormalidad y
desasosiego, que se arrastraría hasta 1840.
La Guerra Carlista, el formidable
cambio que se produjo en el régimen de la propiedad con la desamortización de
Mendizábal, la inestabilidad de la regencia de María Cristina, dominaron el
período transcurrido entre 1837 y 1840, año en que se inicia la no menos
turbulenta gestión de Espartero, violentamente interrumpida en 1843. Es aquí,
en los años centrales del siglo, cuando comienza la llamada "Década
moderada", que abre la subida al poder de Narváez en mayo de 1844 y cierra
la sublevación de julio de 1854.
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El resultado de este esfuerzo de
los moderados por conciliar tradición y revolución fue la Constitución de 1845.
Y así, una vez más se vino a confirmar en nuestro constitucionalismo
decimonónico, la regla de que el cambio del grupo en el poder determina el
cambio de Constitución.
En el texto de 1845 ya no
aparece, como en las Constituciones de 1812 y 1837, la formula revolucionaria
de la soberanía de la nación, sino que se revierte a la fórmula tradicional
histórica de la soberanía compartida por las Cortes y el Rey. Sobre esta base,
se articulaba el dominio de la Corona sobre las demás instituciones a través de
la prerrogativa fundamental de poder nombrar al Jefe de Gobierno, entregándole
al mismo tiempo el poder de disolución de las Cortes. Se pretendía que fuera un
instrumento regio moderador, pero en realidad, y como los propios hechos se
encargarían de demostrar, vino a favorecer situaciones políticas partidistas,
siendo ésta una de las principales causas de las sucesivas crisis de gobierno
y, al final, de la degeneración misma del sistema.
El Senado fue otro de los temas
más debatidos y objeto de sucesivas reformas. No pudiéndose ya adoptar el
principio hereditario por la abolición de los mayorazgos, su correlato lógico,
se optó por la fórmula francesa de un Senado de nombramiento real, vitalicio y
reservado a diversas personalidades dotadas de una determinada renta. Ello
provocó la oposición de una nobleza que no quería dejar pasar la oportunidad de
reconquistar viejos privilegios a través de una Cámara Alta hereditaria, en la
línea del modelo inglés.
La reforma constitucional afectó
asimismo a tres instituciones políticas de tradición progresista muy
cuestionadas por los moderados: el juicio por jurado, que era la principal
garantía para los delitos de imprenta; las posibilidades de participación en
los ayuntamientos, y la Milicia Nacional. Las tres quedaron suprimidas.
La Constitución de 1845
resultaría ser la de más larga vida del periodo (veinticuatro años, salvo el
paréntesis del Bienio Progresista), aunque su trayectoria padeció continuos
intentos de adecuación a las circunstancias, desde las propias filas moderadas:
en 1848 con Narváez, en 1852 con el proyecto de constitución de Bravo Murillo,
en 1856 con el Acta Adicional de O'Donnell, en 1857 con la Ley Constitucional de Reforma de Narváez y en 1864 con la derogación de Mon.
Si bien la Constitución de 1845
quería ser, como decía su Preámbulo, una reforma de la de 1837 para
perfeccionarla y profundizarla en sentido liberal, lo cierto es que le una
Constitución radicalmente nueva, dirigida a realzar la posición de la Corona y
a consolidar a una burguesía moderada que buscaba el justo medio entre el
radicalismo revolucionario y el conservadurismo del Antiguo Régimen.
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